Y volvemos a las escritoras y a su maravillosa forma de mirar el mundo. Y de crearlo. Cuando leí “Una temporada en Tinker Creek” algo me atrapó desde la primera de sus páginas. La imagen de ese despertar en el que la autora descubre su cuerpo cubierto de pequeños tatuajes ensangrentados, como pequeñas rosas, producidos por las patas de un viejo gato que había salido a cazar de noche, es cuanto menos perturbadora. Mirar la naturaleza a través de sus ojos es un regalo. Una naturaleza de la que, que como ella dice, no puedes separar su belleza de su crueldad y violencia. Su aparente idealismo posee un reverso duro y analítico, que es de una humanidad que desarma y predispone.
“Una temporada en Tinker Creek” está lleno de imágenes hermosas de un lirismo estremecedor, cercano al de Emily Dickinson, pero mucho más directo y afilado. También de profundas exploraciones en la naturaleza y en el alma, tiñendo algunos relatos de un sentimiento religioso casi panteísta que resulta siempre inquietante, porque a pesar de su contundencia no quiere convencer a nadie, porque siempre supone una búsqueda. Y es que la curiosidad de esta mujer nacida en Pittsburgh en el 1945, ha sido y es inagotable, y como ella dice, una gran fuente de felicidad.
Si Rachel Carson la hubiera conocido, seguro que hubiera visto en ella ese “sentido del asombro” que ella tanto convocaba. Sin duda, Annie, y su capacidad de asombrarse es algo que se contagia, mientras la lees.
Además, es poeta, y eso se nota. La luz que habita sus escritos es muy particular. La textura de sus frases da a sus ideas y reflexiones una dimensión que va más allá de la prosa y el ensayo. No porque hable de grandes cosas (que en realidad sí). Tanto puede aconsejarte sobre cómo hacer un muñeco de nieve como darte una receta para cocinar una rata almizclera, pero siempre con esa capacidad suya de encontrar tesoros en los lugares más inesperados. O familiares. Porque sus relatos son cercanos. No hay grandes exploraciones, ni paisajes especialmente remotos y salvajes en Tinker Creek (donde ella vivió una temporada). Para ella, la naturaleza y su misterio, se encuentra en todas partes.
En “Enseñarle a hablar a una Piedra” (gran título, que ya nos pone sobre aviso), otro de sus libros en prosa de no ficción, Dillard puede hacerte llorar con la descripción de un árbol, un micro mamífero o una isla, y acto seguido explicarte con contundencia científica (pero sin atisbo de superioridad) el complejo entramado y los secretos de un ecosistema tan complejo como el de las Islas Galápagos. Ella puede. Ella sabe disfrutar e inspirarse tanto con un pinzón que le picotea el cabello como con los informes científicos que nos advierten del cambio climático. Nada escapa a su capacidad de asombro. Y lo mejor. Lo sabe transmitir y compartir con un ritmo impecable. Amor por la naturaleza en estado puro y gran literatura.
Drillard, se interesó por distintas religiones como el hinduismo, el islam, el judaísmo, incluso por la espiritualidad Inuit. Se convirtió al catolicismo romano por una época, pero abandonó el cristianismo por lo absurdo de algunas de sus doctrinas. Esa búsqueda espiritual me fascina en ella. Si la tuviera delante algún día, le preguntaría por esa deriva. Me genera mucha curiosidad que estando tan cerca de la naturaleza y su comprensión, a un nivel de profundidad poco común, no hallará respuestas en ella (porqué preguntas sí que encontró). Que no encontrara en la presencia de un árbol, o en el silencio de las estrellas, suficiente consuelo. Posiblemente esté equivocando la pregunta, y fueran precisamente estas cosas las que la hicieran buscar más. Tampoco sé si sería capaz de preguntárselo. Si me atrevería. Quizás, tan solo permaneciera en silencio, mirando esos ojos suyos e intentando contagiarme, aunque fuera solo un poco, de su desarmante forma de mirar.