De todos los sentidos el olfato es el más primitivo y arcaico. Resultaba crucial para la supervivencia. Sin embargo es el que más se ha deteriorado en nuestro proceso evolutivo. Más allá de la especie, a nivel familiar la pérdida se hace evidente. Ya no solo por el tamaño y la forma de las narices, si no por la sutileza y precisión del aparato olfativo. Pero a medida que en mi familia, la nariz pierde en personalidad gana en atrevimiento.
Mi abuelo era químico y un hombre de olfato cultivado y nariz prominente. Era capaz de diferenciar el aroma de 53 tipos diferentes de rosas. Formuló para Myrurgia y Dana, algunas de las colónias y líneas de tocador más populares de su tiempo ( colonia Simpatía, jabones Maja). En 1925 creó un laboratorio de aceites esenciales, que exportaba a los grandes perfumistas franceses.
A mi padre le llamaban el Alberto Sordi catalán, por lo mucho que se parecía al popular actor italiano de imponente nariz. Pero a penas sabía diferenciar entre el olor de la menta piperina y el lavandín. Sin embargo, supo capear el batacazo dado por las fragancias sintéticas al negocio familiar, creando innovadores jabones desinfectantes y entrando de lleno en la industria de la profilaxis. Finalmente también demostró tener un evolucionado olfato (comercial).
Y entonces aparezco yo, que ni sigo el negocio familiar ni heredo la distintiva napia, pero que en el 2010 comienzo a sentir los efectos de una curiosa extravagancia neuronal: la fantósmia o alucinación olfativa. Mi nariz ( en realidad mi cerebro) no es capaz de diferenciar entre 52 tipos de rosa pero sí que puede crear olores que no existen. Olores que, la mayoría de las veces, son muy difíciles de identificar y que suponen combinaciones imposibles.
Escrito así suena muy bien, pero a mi aquello me provocaba una enorme angustia. ¿Y si todos los olores que yo creía reconocer no se parecían en nada a lo que los demás olían? Llevaba aquello en el más absoluto secretismo, con temor y no sin cierta vergüenza. Fue entonces cuando comencé a interesarme por todo lo que tuviera que ver con los olores. Leí sobre glándulas, viajes neuronales, familias olfativas y notas aromáticas. Lejos de inclinarme por los perfumes y los aromas artificiales comencé a cuestionarme sobre a qué olía mi realidad. Viviendo en el Empordà, y siendo asiduo a largos paseos, lo primero fueron los paisajes. ¿ a qué huele un bosque de encinas sureres de las Gavarres? ¿y un paseo primaveral por la desembocadura del Ter o la maravilla de la polinización en las pinedas de la costa brava?
La respuesta, como no, estaba en las plantas. Me compré un pequeño alambique y comencé a combinar aceites esenciales, que extraía de las plantas, cortezas y musgos que recolectaba durante mis paseos. Aquellas primeras colonias buscaban reproducir el olor de esos paseos, de los paisajes y momentos que llenaban mi cotidianidad. Quería fijar esos olores sin aditivos de ningún tipo y compartirlos con mis amigos y seres queridos para comprobar que olíamos lo mismo, o en todo caso, que nos provocaba lo mismo. Mi intrépida nariz salió de su autoimpuesto ostracismo y se atrevió a mostrarse tal y como era. Los resultados de aquellas combinaciones, como no podía ser de otra manera, fueron y son alucinantes.